Contra la próxima Carandiru

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Que la historia se repite es algo evidente. Ahí están las crisis financieras, las guerras o los pantalones de talle bajo para demostrarlo. Menos obvios son los motivos de esa obstinada insistencia. ¿Será por las condiciones materiales, por un desdén crónico hacia el pasado, por la arrogante creencia en el progreso? A lo largo de los siglos, distintas corrientes filosóficas han intentado buscar una explicación a este fenómeno. Podríamos alinearnos con Hegel, Marx, Fukuyama o Santayana, y enzarzarnos en una pelea dialéctica interminable por ver quién lleva razón. Pero así correríamos el riesgo de perder de foco lo realmente importante del asunto. Y es que, aunque la historia gire en un bucle constante, no estamos condenados a repetirla.

Sea cual sea el motivo por el que hayamos vuelto a la casilla de partida, no estamos obligados a repetir el pasado en un eterno círculo vicioso; siempre se puede cambiar. Para eso sirve la historia. Descubres un acontecimiento histórico, entiendes sus consecuencias y aprendes de lo sucedido. Aún sin saber a ciencia cierta por qué los repetimos, podemos esquivar la gran mayoría de los errores del pasado gracias a una memoria histórica ágil y ejercitada. Ni siquiera haría falta una fórmula exacta con la que ordenar la realidad; bastaría con una buena integración y comprensión del ayer que nos permitiese actuar de forma distinta para crear un presente y un porvenir mejores. Lamentablemente no parece que estemos muy por la labor, si no ya habríamos abolido las cárceles.

Si la historia se ha encargado de demostrar algo es que las prisiones son inútiles. El pasado está repleto de ejemplos que ponen de manifiesto, una y otra vez, que el sistema penitenciario es pernicioso y debe ser superado. En la historiografía anarquista encontraremos razones más que suficientes para querer echar abajo hasta el último de los presidios. Pero incluso en la democracia liberal también se pone constantemente en duda la necesidad de esta clase de instituciones. Cada año se publican centenares de estadísticas, estudios e investigaciones con un claro resultado: las prisiones no reducen la delincuencia, solo la amplifican y la recrudecen. Y sin embargo ahí seguimos, erre que erre, empeñados en que la represión y la privación de libertad son los únicos caminos posibles. Así lo ha confirmado la apertura del Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), el último gran triunfo del mundo carcelario. Anunciada a bombo y platillo, y con cobertura mundial, la nueva prisión de máxima seguridad de El Salvador ha hecho las delicias de los entusiastas de Nayib Bukele y su mano dura. Este centro penitenciario, que con capacidad para 40.000 reos ya ostenta el título de «la cárcel más grande de toda América», se ha presentado como la solución definitiva contra la violencia pandillera. Y yo me pregunto, ¿nadie se acuerda ya de Carandiru?

La Casa de Detenção de São Paulo en el distrito de Carandiru también llegó a ser el mayor presidio de Latinoamérica, hacinando entre sus muros a más de 8.000 presos. Sin embargo, lejos de ser recordada por su encomiable labor contra el crimen, esta cárcel cobró fama internacional por convertirse en el escenario de una de las mayores violaciones de derechos humanos en la historia carcelaria de Brasil. Hoy se cumplen 32 años de la que terminó siendo conocida como la Masacre de Carandiru, y su recuerdo debería servir para replantearnos el papel de las cárceles en nuestras sociedades.

Los hechos fueron como sigue: sobre las 13:30 del 2 de octubre de 1992, se desencadenó una pelea entre dos grupos de prisioneros del pabellón 9 que pronto escaló en un motín de mayores dimensiones. Para atajar la rebelión lo antes posible, el director del penal, José Ismael Pedrosa, solicitó alrededor de las 14:15 ayuda a la policía militar. Tras recibir el visto bueno del Secretario de Seguridad Pública, el Coronel Ubiratan Guimarães dio la orden de intervenir. 341 policías del batallón de choque ROTA hicieron una incursión en el complejo carcelario que se saldó con la muerte de 111 reclusos.

A partir de ahí se sucedieron las versiones enfrentadas. En el informe publicado en 1993 por Amnistía Internacional se afirmó que, de las 5.000 balas disparadas, 515 habían impactado en el cuerpo de los prisioneros, 126 de ellas en la cabeza. El periódico Deutsche Welle ampliaría en 2022 esta información asegurando que en un lapso de 20 minutos se dispararon 3.500 proyectiles. Oficiales presentes en el asalto justificaron la brutal actuación como reacción a una supuesta respuesta armada de los reos; algunos policías llegaron a declarar que los presidiarios rebeldes portaban armas de fuego, y que incluso habían tratado de infectar a los agentes con VIH. Osvaldo Negrini, el que fuese el perito encargado de analizar la escena del crimen pocas horas después de la matanza, pudo atestiguar que el 95% de los disparos fueron realizados hacia el interior de las celdas, lo que pondría en duda el alegato de legítima defensa de los policías. No obstante el pabellón 9 había sufrido importantes alteraciones tras los hechos. Forzados a trasladar los cadáveres de sus propios compañeros de celda, algunos de los presos supervivientes denunciaron que el número real de muertos ascendería a 250. Lo que sí quedó demostrado es que muchos de los ejecutados tenían las manos delante de la cara o detrás de la cabeza, en claras posiciones defensivas. Ninguno de los policías implicados resultó herido.

La masacre consternó a la población brasileña y a la comunidad internacional. Medios como The New York Times o BBC se hicieron eco de la extrema violencia policial, y la República Federal de Brasil acabó siendo condenada por varios tribunales institucionales. El terrible crimen también dejó una honda huella en la sociedad brasileña, y dio origen a varias expresiones artísticas de condena, como la película Carandiru, basada en el libro de memorias de Dráuzio Varella, Estação Carandiru, o la canción Manifest de la banda Sepultura. A día de hoy, familiares y asociaciones por los derechos humanos aún siguen manifestándose en busca de justicia. Sin embargo, a pesar del rechazo generalizado a la desproporcionada acción policial, sus consecuencias legales no han tenido tan largo recorrido. El Coronel Guimarães llegó a ser condenado en 2001 a 632 años de prisión solo para ver como un tribunal de São Paulo anulaba la sentencia. Es más, en 2002 el responsable directo de la masacre logró ser elegido Miembro del Parlamento por São Paulo y, aunque terminó siendo asesinado en 2006 en un presunto ajuste de cuentas por su actuación en Carandiru, Guimarães murió sin cumplir un solo día de la condena. De igual modo, los 69 agentes condenados durante los juicios celebrados en 2013 y 2014 también se beneficiaron de un indulto concedido en diciembre de 2022 por Jair Bolsonaro.

Donde sí hubo consecuencias fue en el plano de la criminalidad, pero no las que esperarían los incondicionales de la justicia punitiva. A pesar de la implacable intervención policial, Carandiru continuó siendo uno de los penales más peligrosos de Brasil hasta su demolición en 2002. Lejos de reducir las tasas de delincuencia mediante la implementación de regímenes de internamiento cada vez más duros, Brasil se ha consolidado como una de las naciones más inseguras y violentas del subcontinente americano. En la actualidad, con cerca de 750.000 reclusos, el país posee la tercera población carcelaria más grande del mundo, y la primera de América Latina. Sus prisiones siguen siendo un enorme foco de conflicto, agravado por la superpoblación carcelaria y las inhumanas condiciones a las que los internos se ven sometidos. Aunque quizá la repercusión más notoria haya sido la aparición del Primeiro Comando da Capital (PCC). La que hoy es la organización criminal más grande de Brasil nació en 1993 con el objetivo de «combatir la opresión dentro del sistema penitenciario» y «vengar la muerte de los 111 presos». Desde entonces, los casi 30.000 miembros del PCC no han cesado de protagonizar motines en innumerables cárceles brasileñas y de comenter atentados contra las fuerzas de seguridad.

Ahora que una nueva y flamante prisión de máxima seguridad vuelve a acaparar la atención mediática, que incluso se habla de «exportar el modelo Bukele» a otros países, quizá sea el momento de volver la mirada al pasado y reflexionar: si las cárceles no han conseguido acabar con el crimen, ¿por qué seguimos confiando en ellas? ¿Por qué no somos capaces de abandonar ya ese sistema? Ciertas voces dirán que es un planteamiento naif, que no hay alternativa, que ciertos sujetos deben estar encerrados de por vida. Y en algo no les falta razón: hemos renunciado a buscar una alternativa; hoy aceptamos la represión y la violencia sin fin que genera como la norma. Pero no tenemos por qué. Eso es lo bueno de la historia, ¿no? Que siempre podemos aprender de nuestros propios errores. Y todavía estamos a tiempo de evitar la siguiente Carandiru.

Fuentes:

Amnesty International. (1993). www.amnesty.org/en/documents/amr19/008/1993/en/

Carandiru: 30 anos da maior chacina numa prisão brasileira. (2022). https://www.dw.com/pt-br/massacre-do-carandiru-30-anos-da-maior-chacina-numa-pris%C3%A3o-brasileira/a-63288520. Deutsche Welle.

Carandiru: 30 años de impunidad de la mayor masacre carcelaria de América Latina. (2022). https://www.france24.com/es/programas/boleto-de-vuelta/20220816-carandiru-30-a%C3%B1os-de-impunidad-de-la-mayor-masacre-carcelaria-de-am%C3%A9rica-latina. France 24.


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