Critical Mass: la revolución a pedales


Desde que hace unos días me topé con un vídeo titulado Urban Guerrillas: The Decade of Left-Wing Terrorism no dejo de pensar en la Critical Mass. Tras hacer un repaso a las acciones terroristas perpetradas por ciertos grupúsculos de la izquierda durante las décadas de los 70 y 80, el youtuber y filósofo Jonas Čeika llega a la conclusión de que la lucha mediante atentados, robos y secuestros fue un error, y que, para tener éxito, cualquier revolución que se precie necesita sobre todo una participación social masiva. El propio autor termina su análisis con el anhelo de que de las protestas contra el genocidio en Gaza surja un nuevo movimiento contestatario popular capaz de confrontar a una reacción al alza. Ojalá así sea, pero, ¿y si la chispa saltase en otro lugar menos esperado? ¿Y si la revolución empezase en bicicleta?

Reconozco que durante el invierno soy de los que se olvidan por completo de la bici, pero tan pronto como mi aprensión al frío me permite participar en una Critical Mass, una idea reconfortante vuelve a calentarme el corazón: construir una sociedad más justa es posible. Veo a ciclistas protegiendo al pelotón de los conductores coléricos, apoyo mutuo, desconocidos colaborando de forma espontánea y sin líderes, organizaciones de foodsharing repartiendo de forma altruista comida despilfarrada por las grandes cadenas de consumo, y por supuesto, veo a miles de personas tomando las calles de forma pacífica y alegre frente a los malos humos del capitalismo fósil, y me florece la esperanza. ¿Por qué no podría ser esta manifestación a pedales la acción masiva generalizada que cambiase el sistema para siempre? Potencial, desde luego, no le falta.

Desde que se celebrase por primera vez en septiembre de 1992 bajo el nombre de «Commute Clot» en San Francisco, la marcha ciclista mensual ha conseguido expandirse por más de 400 ciudades de todo el mundo. Amparados bajo la hipótesis de la seguridad en números, esa que asume que un individuo tiene menos posibilidades de sufrir un accidente o un ataque si es parte de un grupo grande (el banco de pececillos defendiéndose del tiburón), los integrantes de la masa crítica son durante algunas horas los actores encargados de implantar un modelo de transporte urbano radicalmente opuesto a la hegemonía del automóvil. Y es muy probable que muchos participantes tomen parte en esta acción directa sin una intencionalidad política clara, sino movidos por sus propios intereses y experiencias personales. Habrá quien se una por el ambiente festivo, por la novedad, o por el simple disfrute de montar en bicicleta. Pero, como afirma Zack Furness en su ensayo One Less Car: Bicycling and the Politics of Automobility, al cambiar las reglas del juego de la movilidad colectiva, la Critical Mass deja de ser un evento multitudinario más para convertirse en un movimiento social capaz de abrir «nuevas posibilidades que son tanto afectivas como políticas».

Aún siendo consciente de las limitaciones de la concentración, la cuál en demasiadas ocasiones es percibida por propios y extraños como «una alegre broma a la cultura del coche», sin capacidad real para desmantelar el modelo automovilístico dominante desde hace décadas, el músico punk e investigador en estudios culturales otorga a la Critical Mass cierto carácter revolucionario en tanto que «es una expresión cruda de las posibilidades utópicas inherentes a la ciudad y, como mínimo, es una demostración de disidencia creativa». No en balde, Furness traza una línea temporal que emparenta a los «Massers» con los activistas políticos y ecologistas del siglo pasado. Según el investigador, las manifestaciones ciclistas de hoy día son herederas directas de las luchas sociales que en los 70 ya se valieron de acciones disruptivas del tráfico para protestar contra el capitalismo, el conservadurismo o la guerra. El bloqueo del tráfico en Estocolmo llevado a cabo por el colectivo Alternative Stad durante la conferencia de las Naciones Unidas en 1972, los carriles bici pintados ilegalmente por los «vélorutionaries» de Le Monde à Bicyclette en Montreal, o las masivas manifestaciones en bicicleta de París en 1972 y de Nueva York en 1974 son para Furness claras precursoras de la Critical Mass. Aunque, quizá por los efectos aún visibles de sus acciones, el autor concede una especial relevancia a los Provos anarquistas de Ámsterdam.

Cualquiera que alguna vez haya tratado de imaginar un modelo de movilidad distinto al coche habrá terminado acudiendo antes o después al ejemplo de los Países Bajos. El país de las 23 millones de bicicletas, donde una cuarta parte de todos los desplazamientos se realiza sobre dos ruedas, es hoy el paradigma de la movilidad alejada del automóvil. Pero esto no siempre fue así, o, dicho de otro modo, la aceptación de la bici como medio de transporte no es algo inherente a la cultura neerlandesa sino una historia de empeño consciente, colectivo y constante. Y para Furness uno de los agentes decisivos en esa transformación fue el movimiento Provo. Fundado el 25 de mayo de 1965 por el artista Jasper Grootveld y el anarquista Roel van Duyn junto a otros activistas, Provo nació al calor de los principios situacionistas con un claro afán contestatario y provocador. En su punto de mira estaban todos los estamentos autoritarios, desde la realeza (su primera gran actuación consistió en intentar sabotear con bombas fétidas la boda de la princesa Beatrix y el nazi Claus von Amsberg), hasta la expansión automovilística, en auge desde los años 50, y cuya invasión del espacio social denunciaban como «la violación de los derechos humanos más fundamentales».

Este movimiento contracultural, según Furness, «politizó efectivamente la bicicleta como símbolo de resistencia contra la cultura del automóvil». Entre sus logros más destacados se encuentra el Wittefietsenplan (El plan de la bicicleta blanca), un ambicioso programa que proponía el cierre del centro de Ámsterdam a todo el tráfico motorizado, así como la creación del primer servicio de bicicletas de uso público. Ante el rechazo del plan por parte de las autoridades, los Provos pintaron 50 bicis de blanco y las dejaron en las calles de la ciudad para que cualquier vecino pudiese hacer uso de ellas, de acuerdo con Furness, a modo de «crítica al capitalismo, al espacio público y a la contaminación ambiental».

Sería absurdo y reduccionista conceder todo el crédito de la implantación de la bicicleta en Ámsterdam y en Países Bajos a las acciones de un solo grupo. Más aún cuando existen trabajos como Cycling Pathways – The Politics and Governance of Dutch Cycling. Infrastructure, 1920-2020, un extenso estudio con el que se puede contemplar a vista de pájaro los profundos cambios operados en la cultura neerlandesa durante los últimos 100 años por este medio de transporte. Para su autor, Henk-Jan Dekker, tan determinantes fueron las acciones de los activistas de los años 70, como la presión ejercida por la organización turística ANWB en la década de 1920, o la estrecha colaboración a nivel estatal, regional y local existente entre legisladores, organizaciones no gubernamentales y urbanistas. Según el investigador, ha sido la articulación de distintas fuerzas en ese complejo ecosistema la que en última instancia ha posibilitado la creación de una infraestructura necesaria para la popularización de la bicicleta.

Incluso dentro del propio activismo, como el autor ha sabido identificar, existió una miríada de grupos más allá de los Provos, en ocasiones con intereses opuestos, que también tuvieron un papel relevante en la lucha por los derechos de los ciclistas. De entre los muchos ejemplos que Dekker pone encima de la mesa, destacan los Kabouter, sucesores de los Provos y que en las elecciones de 1970 consiguieron 4 escaños en el consejo municipal de Ámsterdam; Stop de Kindermoord (Detened el infanticidio), la asociación formada mayoritariamente por madres en denuncia del inaguantable aumento de niños atropellados, llegó a plantarse en la casa del Primer Ministro Joop den Uyl para hacerle tomar conciencia de la situación; o Fietsersbond, el sindicato de ciclistas que a partir de 1975 aglutinó a la mayoría de movimientos protesta. Lo que Dekker, al igual que Furness, no duda en reconocer es que el activismo ciclista en Países Bajos consiguió dar a los argumentos probici un carácter “más urgente y político”, algo que fue decisivo para la toma de medidas inmediatas y efectivas.

Más allá de aquellos que se obcecaron en la vía de la violencia, en la década de los 70 también surgieron otros movimientos reivindicativos que consiguieron ser masivos y plantar cara al capitalismo en alguna de sus muchas formas. Sus estrategias, pacíficas aunque disruptivas, no se han olvidado, y aún perviven hoy día en las diversas marchas ciclistas que periodicamente nos dan un respiro del tráfico motorizado, desde las protestas contra la crisis climática al Black Lives Matters, pasando por las que exigen ciudades más habitables. Sin embargo es curioso comprobar como, a falta de atentados, las fuerzas de seguridad no han dudado en criminalizar a los ciclistas como los nuevos terroristas urbanos. De acuerdo con Dekker, «la ciudad de Nueva York gastó el doble en vigilar a los activistas ciclistas de la Critical Mass a principios de la década de 2000 que en la construcción real de carriles bici», y según Zack Furness, la manifestación ciclista ha sido incluida en la lista de amenazas terroristas internas de Estados Unidos. Estos hechos demuestran que, a pesar del incuestionable éxito del modelo de Ámsterdam, aún queda bastante por hacer, no solo en cuanto a movilidad y soberanía de los espacios públicos, sino también en el aspecto más amplio de los derechos humanos. Y a ese respecto la Critical Mass aún tiene mucho que aportar. A veces formar parte del cambio es tan sencillo como montar en bicicleta.

Fuentes:

Furness, Z. (2010). One Less Car: Bicycling and the Politics of Automobility. Philadelphia: Temple University Press.

Dekker, H. (2022). Cycling Pathways – The Politics and Governance of Dutch Cycling. Infrastructure, 1920-2020. Amsterdam University Press.


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