Empezar a escribir con las palabras de alguien más inteligente siempre es una apuesta segura, sobre todo para los que nos achantamos ante la hoja en blanco. Pero, en este caso, también es una muestra de gratitud; sin ese párrafo este web nunca hubiese llegado a existir.
La cita está sacada de Repensar la historia, de Keith Jenkins, una muy amena y accesible introducción a los conceptos básicos de la historiografía, que, además, consigue el más dificil todavía: hacernos reflexionar sobre cómo se crea la historia y las implicaciones que tiene. En mi caso, Repensar la historia me ha hecho enfrentarme a ciertas preguntas que, aunque largo tiempo intuidas, nunca hasta ahora me había atrevido a abordar seriamente. ¿De dónde emana la historia? ¿Cómo se crea? ¿Quién decide qué es y qué no es historia? ¿Por qué nos llegan unas historias y se descartan otras?
De entre todas las preguntas que plantea, Jenkins hace especial hincapié en «¿para quién es la historia?». Curiosamente, a pesar de que está concebido como un libro introductorio para estudiantes e iniciados, y aunque el autor no tenga remilgos a la hora de aportar su definición personal del término, Repensar la historia evita situar su centro de gravedad sobre el interrogante de «¿qué es la historia?». Jenkins, desde su acercamiento posmoderno, encuentra más útil identificar a los poderes que puedan hacer uso y abuso de la historiografía, que entrar en la disputa eterna por una definición siempre cambiante según el grupo de interés del que proceda. En última instancia, lo que el autor pretende al preguntarnos «¿para quién es la historia?» es hacernos ver que, lo que nos ha sido dado como La Historia con mayúsculas, es solo una visión más del pasado, una que responde a unos intereses concretos (personales, económicos, gubernamentales, sociales), y que por ser beneficiosa para la clase gobernante ha terminado siendo la hegemónica. Pero existen otras visiones, otras historias.
En mi opinión, ese es el mayor acierto del libro: despojar de oropeles a la historia, mostrándola como un discurso surcado por las mismas ideologías y relaciones de poder que dominan el resto de facetas de la vida. Si aceptamos que la lección aprendida en la escuela sobre, por ejemplo, el «descubrimiento» de América procede de un libro de texto concreto, articulado en una época concreta, por un historiador de una nacionalidad dada, adscrito a las corrientes respaldadas por una académia, ¿no podríamos también ser capaces de concebir otras historias, no ya que contradigan a la oficial, sino que la amplíen y la extiendan dando voz a las personas y hechos que una vez fueron desplazados de la historia validada? Yo creo, al igual que lo hacía Jenkins, que las historias desde las más diversas perspectivas (feministas, de género, descolonizadoras, antiimperialistas, críticas) ayudan a explicarnos el presente de una forma mucho más nítida y enriquecedora que la que conlleva una visión inamovible del pasado.
Esta concepción posmoderna de la historia tiene sus detractores, por supuesto. Son estos los defensores de la historia autorizada, la natural, la verdadera. Los que nunca interpretan, sino que se dejan guiar (casi como oráculos ciegos) por las evidencias encontradas, y que tachan cualquier tentativa de mirar al pasado con otros ojos como intentonas revisionistas y relativistas. Temen que la proliferación de historias que reivindica Jenkins acabe con la historia misma, despojándola de todo sentido. El propio autor denomina a este miedo «relativismo desafortunado», y para superarlo propone apuntar a los poderes que validan y se aprovechan de la historiografía oficial. Solo de esta forma, afirma Jenkins, evitaríamos la desespereción producida por la perspectiva relativista, y seríamos capaces de comprender a grandes rasgos cómo funcionan los discursos históricos.
Eso es al menos lo que creía el autor en 1991, cuando se publicó Repensar la historia. Pero la edición que llegó a mis manos incluía a modo de epílogo una entrevista realizada en 2006 donde el propio Jenkins, al más puro estilo de Fukuyama, abogaba por la muerte de la historia. «Creo que podemos abandonar la historia ya», sentenciaba. ¿Quizá el historiador sucumbió a ese relativismo desafortunado que él mismo acuñó? ¿O quizá, con el transcurso de los años, comprobó con pesar que sus postulados podían utilizarse no solo para crear un presente más emancipador, sino también para absolver los peores crímenes del pasado?
Personalmente, y a pesar de que pueda servir a los intereses más aviesos, estoy convencido de que la historia no ha muerto. Es más, creo firmemente que las historias desde perspectivas diversas aportan y nos ayudan a crear un mejor presente. Y añado algo que quizá Jenkins pasó por alto cuando se apresuró a certificar la defunción de la historia: cada discurso histórico es responsable directo de las consecuencias que ocasione en el presente. Abandonar las lecturas discrepantes del pasado implicaría perder la habilidad de identificar el origen de muchos de los males que aún afectan a nuestras sociedades. Por eso, hoy más que nunca, hacen falta más historias capaces de delimitar la influencia de los discursos predominantes. Necesitamos recuperar las historias excluidas, las descartadas, las ignoradas y enterradas. Y en este pequeño rincón virtual intentaré darles cabida y aprender de ellas.
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