Antes de despedirme le pregunté si iba a ir a la manifestación del Día de la Mujer, y mi madre, como si se le hubiese activado algún resorte automático, respondió rauda: el Día de la Mujer Trabajadora. Sí, sí, claro, contesté de inmediato, pero tras colgar no pude evitar estar un buen rato dándole vueltas a la conversación. En casa siempre se habló del 8 de Marzo como del Día de la Mujer Trabajadora, a sabiendas de que era una reivindicación de las de abajo. Y sin embargo, aquí estoy, en 2024, eludiendo el adjetivo calificativo del enunciado. ¿A qué se debe? ¿Ha cambiado mi percepción sobre el 8 de Marzo? ¿Me he adscrito, quizá sin ser consciente, a una forma concreta de entender el feminismo que excluye a otras? ¿Se puede hablar del 8M como una expresión fundamentalmente obrera?
Un simple vistazo a las tendencias de búsquedas en Google corrobora que la concepción trabajadora del Día Internacional de la Mujer es menos popular que otras fórmulas. Las consultas en español de la expresión «Día de la Mujer» superan en el mes de marzo los 58 millones de resultados. «Día Internacional de la Mujer», por su parte, cuenta con 16 millones de búsquedas, mientras que «Día de la Mujer Trabajadora» y «Día Internacional de la Mujer Trabajadora» solo suponen 318000 y 12000 búsquedas respectivamente. Parece evidente que, a día de hoy, la connotación obrera del 8 de marzo está en retroceso. Sin embargo, eso no siempre fue así.
Echando la vista atrás queda claro que el origen del Día Internacional de la Mujer está estrechamente vinculado a los movimientos obreros. De hecho, la primera vez que se considera la necesidad de establecer un Día Internacional de la Mujer como tal data del 27 de agosto de 1910, durante las conferencias del Congreso Socialista Internacional celebrado en Copenhague. En los acuerdos de dicho congreso se estableció lo siguiente:
«De acuerdo con las organizaciones políticas y sindicales con conciencia de clase del proletariado de su país, las mujeres socialistas de todos los países organizan cada año un día de la mujer, que sirve principalmente para promover el sufragio femenino. […] El Día de la Mujer debe tener un carácter internacional y debe prepararse cuidadosamente».
Esta primera propuesta, aún sin una fecha concreta, fue defendida por la socialista alemana Clara Zetkin, y tuvo como precedente el multitudinario Día Nacional de la Mujer, organizado el 28 de febrero de 1909 por el Partido Socialista de Estados Unidos. El primer Día Internacional de la Mujer propiamente dicho se concretó el 19 de Marzo de 1911, celebrándose en Alemania, Austria, Dinamarca y Suiza. La fecha de la manifestación, anunciada algunos días antes con un artículo de la propia Zetkin en el periódico Die Gleichheit, hacía clara referencia a la Revolución de Marzo de 1848 y a la fundación de la Comuna de París.
No obstante, la fecha definitiva, tal y como hoy la conocemos, no quedaría fijada hasta el estallido de la Revolución de Febrero de 1917. El 23 de febrero del calendario juliano (equivalente al 8 de marzo según el calendario gregoriano actual), bajo el lema de «¡Pan! ¡Abajo la guerra! ¡Abajo el absolutismo!», las mujeres de San Petersburgo tomaron las calles dando así comienzo a la Revolución Rusa. De esta forma, y para conmemorar el papel decisivo de las mujeres en la revolución, durante la Segunda Conferencia Internacional de Mujeres Comunistas celebrada en Moscú en 1921 se estableció que el 8 de marzo fuese el Día Internacional de la Mujer.
Partiendo de esa sucesión de acontecimientos, es imposible ignorar el carácter obrero del 8M. Y sin embargo, no es inusual encontrarse con lecturas divergentes, tanto sobre la génesis de la efeméride como del sentido del movimiento feminista. Esto se debe a que el feminismo es una corriente lo suficientemente fuerte e importante en términos de convocatoria y movilización como para ser codiciada por los más diversos intereses económicos y políticos. Así lo constata la aparición de lecturas reaccionarias y contrarias a la propia naturaleza igualitaria del feminismo, como el feminismo trans-excluyente (TERF), el feminacionalismo o el capitalismo morado. Y por eso mismo, la inclusión, omisión o deformación de fechas, conceptos y definiciones no puede ser considera una simple casualidad, sino más bien como una estrategia consciente, diseñada para subvertir los principios esenciales del feminismo.
Uno de los falsos mitos más extendidos sobre el origen del Día de la Mujer Trabajadora es el que pretende situarlo en una huelga de trabajadoras textiles llevada a cabo supuestamente el 8 de marzo de 1857 en Nueva York. Sin embargo las investigadoras feministas Liliane Kandel y Françoise Picq se encargaron de desmentirlo en 1982. En su artículo Journée des femmes: le mythe des origines las autoras expusieron la inexistencia de pruebas que sostuviesen dicho suceso, y señalaron, además, que ese empeño en cambiar la fecha original respondería a un intento por separar el Día de la Mujer de sus vínculos indudablemente comunistas.
Continuando con esa tradición tergiversadora nos encontramos con la Organización de las Naciones Unidas y el selectivo recorrido a lo largo de la historia del Día Internacional de la Mujer que hace en su web oficial. Como señalan desde la revista feminista Pikara, la flagrante omisión al carácter soviético de la conmemoración solo puede entenderse como un intento por apropiarse de la fecha, la cuál no fue reconocida por la Asamblea General de la ONU hasta 1977. La ONU prefiere acentuar, eso sí, la cualidad «Internacional» de la celebración, aunque entendida no bajo el prisma internacionalista y solidaria del socialismo, sino dentro del proyecto globalizante de la misma organización.
Los medios de comunicación también han jugado un papel determinante en la distorsión del 8M, reproduciendo bulos y remarcando singularidades destinadas a emborronar el signo de las luchas feministas. Solo así se entienden los artículos que, cada cierto tiempo, reflotan las figuras de algunas sufragistas que acabaron militando en grupos fascistas. Dado lo recurrente de esta clase de escritos, y su insistencia en vincular al feminismo con posturas antagonistas a las propias luchas de las mujeres, se podría llegar a pensar que su única finalidad fuese la de sembrar dudas y división en el seno mismo del movimiento feminista.
No pretendo con este texto ensalzar un folclore obrerista nostálgico, sustrato siempre idóneo para las visiones más rojipardas. Es innegable que la significación del 8 de Marzo ha ido cambiando con el paso del tiempo. Es más, si el feminismo ha conseguido un mayor alcance en los últimos años, llegando a amplios sectores de la población, y jugando un papel destacado en la mayoría de las sociedades, se debe en gran parte a que es un movimiento vivo que ha sabido incorporar a sus luchas históricas nuevas demandas tan importantes como los procesos decoloniales, las disidencias de género o la inclusión de la comunidad trans. Frente a esta expansión de las perspectivas feministas no podemos olvidar que la reacción también ha crecido. La apropiación por parte de la extrema derecha de ciertos conceptos feministas para justificar sus idearios racistas, como bien ha sabido identificar la socióloga Sara R. Farris, es un claro ejemplo de que, aunque con nuevo pelaje, el viejo tradicionalismo sigue ahí. Y ante esta realidad no está de más recordar que las primeras mujeres que reivindicaron el Día internacional de la Mujer fueron las trabajadoras que en su momento también hicieron frente al fascismo.
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